Francisco Barrio Pérez, para nosotros ‘El Tío Paco’, ha sido una de las personas más interesantes que yo he conocido. Mañoso, inteligente y avispado, nació en Navaleno un 16 de junio de 1925, precisamente ahora hubiera cumplido los 100 años.
Alegre y vivaracho, pasó su niñez y juventud en Navaleno, y tras casarse con Severina Herrero, también de la localidad, se embarcaron rumbo a Argentina a finales de los años cuarenta, en un viaje que recordaban como largo y tortuoso de tres meses en el barco que partió desde el puerto de Vigo.
Sin título
En Buenos Aires les esperaban los tíos, tres hermanos de su madre Asunción, que habían emigrado décadas antes en otra de las oleadas de salida de jóvenes de los pueblos. Francisca, Esteban y Lázaro y sus familias les hicieron de anfitriones, aunque se tuvieron que ganar la vida con el trabajo que encontraron en un país que, comparado con la situación que vivía España, atravesada una época dorada y recibía a gente de distintos países.
El viaje a América no lo hicieron solos, pues les acompañaban su hermano Mariano y su mujer Paula, con el bebé de corta edad, Javier, que había nacido poco antes en Navaleno.
Buena parte de la vida laboral de Paco estuvo centrada en un comercio de alfombras y telares. Su buen talante, facilidad de palabra y cercanía con la gente, le granjeó muy buenos amigos, Con Seve, quiso tener hijos, pero no pudo ser, pero fueron muy felices en una sociedad emergente, viviendo entre el ambiente bonaerense y los veranos de playa en la costa.
Cuando éramos pequeños eran frecuentes sus cartas que nos informaban sobre cómo estaban él y la familia, y yo creía que el tío Paco era un tal Francisco Franco que cerraba la programación diaria de la televisión, mientras se escuchaba el Himno nacional.
Volvieron de visita a principios de los setenta, y encontraron un pueblo cambiado de lo que ellos recordaban cuando lo dejaron veinte años atrás. Esa fue la última vez que vio a sus padres con vida y a Esteban, uno de sus hermanos fallecido en 1980. El país del tango entró en una cadena de crisis económicas y tras la jubilación, la pareja, sin descendencia argentina, decidió a mediados de los ochenta volver a vivir a su pueblo, y con parte de sus ahorros, compró una vivienda que habían construido recientemente. Asumió también unos años la presidencia de la Asociación de la Tercera Edad de Navaleno.
Con mucho tiempo libre, metió horas y horas en la adecuación de un merendero con huerto en una parte del prado de la familia que le tocó en herencia. Ese rincón fue durante años nuestro punto de reunión, encuentro y celebraciones, hasta que un fatídico cuatro de abril de 2003, su corazón se paró, mientras se agachaba a enchufar un electrodoméstico en el salón de su casa.
Su contagiosa alegría, su baile de la jota y la entonación de canciones que se hicieron tradicionales nos acompañarán a quienes le conocimos. Valgan estas letras como recuerdo a un gran hombre que vivió para vivir.