Queremos a los animales
Volviendo la memoria a tiempos lejanos, revivo a las personas ejerciendo sus tareas en el campo al lado de los animales.
Veo a las vacas tirando de los carros cargados de pinos y arrastrar el arado en las tierras de siembra. Recuerdo con placer a los caballos cargados con los haces de trigo atados al aparejo yendo a las hacinas y con las sacas de hierba y la leña en las salmas hacia los pajares. Y a los burros rebuznando en sus quehaceres opresivos. Cada uno de sus pasos suponía sacar rendimiento a las propuestas del amo. También la paridera era rentable. Otros animales, ya desde el Neolítico hace diez mil años, no practicaban, ni practican, otro trabajo más que su subsistencia como ganadería alimentaria. Me viene el recuerdo de las ovejas en el esquileo con sus historias milenarias de producción de lana. Se hacía en el portal grande de la casa con los esquiladores perfilando los cortes y guardando los vellones en sacas para lavar en el río. He vivido el cuidado de las cerdas en las cuadras y a los cerditos amamantándose de las tetas. Y he observado a las gallinas aovando en los nidales hechos en las paredes del pajar con la opción de coger yo los huevos puestos. Y de oír el quiquiriquí de los gallos deambulando por los alrededores. Ya en mi adolescencia me queda el recuerdo de las cabras asociadas con la hora que marcaba el reloj para su llegada al pueblo desde lo alto del monte. Estos animales estaban vinculados a producción de la leche y a la carne de los chivos. Cada vecino tenía el número de reses determinado por el ayuntamiento que, a su vez, elegía a un hombre como el “cabrero de pueblo”. Era él quién reunía las cabras en rebaño a una hora determinada de la mañana y regresaban al atardecer en su tiempo señalado. Era la “hora de las cabras” un hito para hacer tareas. Para mí era el momento en que debía volver a casa y dejar el paseo u otros hábitos callejeros. Maldita hora.
Quiero a los animales. Muchas veces nos olvidamos de que compartimos el mundo con otros seres. Estos seres también tienen sus necesidades y se unen a nuestras vidas. Son los animales de compañía los que provocan sentimientos solidarios y dan la vitalidad del quehacer responsable. Vivimos las evoluciones de las mascotas y sus estrategias de pervivir con una comunicación gestual, táctil, fonética con nuestro lenguaje oral, ruidos, timbres, palmadas... En esta jerga se vislumbra el desahogo mutuo. Los perros son esenciales porque añaden un elemento a lo dicho anteriormente. Sobre todo cuando se vive una soledad no deseada. En este aislamiento o en cualquier otra circunstancia ellos requieren salir a la calle y no sueltos, sino atados a la presencia y vitalidad de los amos. Semejante situación obliga a airear el cuerpo y las emociones de los amos y a otear el horizonte. Ambos se cuidan y entablan una socialización con otras personas o perros con placer y agradecimiento. Cada cual con sus respectivos derechos y relaciones sociales: Humanos y animales. Respetar a los animales es una obligación para todos, amarlos es un privilegio.
Guadalupe Fernández de la Cuesta