Sombras alargadas

Deseo rememorar el tema de la novela de Miguel Delibes, “La sombra del ciprés es alargada” donde abunda el pesimismo emocional con muchos alientos de esperanza. Y no es el tema de hoy proclive a las nefastas consecuencias de nuestra pandemia vírica, sino que abarca a otros conceptos inherentes a nuestro paisaje y a nuestra memoria.

Es a través de nuestro camino de la vida donde hemos ollado por lugares donde el recuerdo se hace vital e imperecedero. Ignoro cómo y cuando descubrí a Antonio Machado y su influjo en mis distracciones literarias imitando sus grandiosos poemas. Llevo grabado en el alma el paseo entre San Polo y San Saturio en la ciudad de Soria, donde aún los chopos añosos conservan nombres y fechas de enamorados. Este verano pasado, el virus nos concedió la calma de un viaje para deambular por ese paseo emblemático. Sentada a la orilla del Duero, junto al lugar del olmo seco de tanta repercusión literaria, me llega la imagen del poema a él dedicado y que yo llevo en la memoria. Igualmente aparece Gerardo Diego y su río Duero al que le habla de su abandono: … “nadie a acompañarte baja; nadie se detiene a oír; tu eterna estrofa de agua”. Y la ermita de  San Saturio con un sobrio y mítico oratorio dedicado a San Miguel Arcángel donde vivió este santo eremita. Esta mirada mía se estrella en el Cerro de los Moros que aúna todo este paisaje machadiano en un indestructible lugar de nuestra historia literaria con ecos de universalidad. Pero en la mesa de un despacho se legaliza como urbanizables estos terrenos del monte que vigila al Duero para construir mil doscientas viviendas.

            Esta sombra alargada, no es la única que camina junto a nuestro vivir. El sol de la tarde recorre a hurtadillas su último trayecto hasta ensangrentar el horizonte para abrir el espacio a la noche. Estas noches alargan las horas y roban los colores de la sierra. El mundo rural pertenece a la zona oscura, sin el sol de un amanecer sosegado. Ni siquiera se nos da la posibilidad de evitar las sombras porque carecemos de ese horizonte que, como el sol, nos puede marcar la trayectoria de nuestro deambular por el camino de la vida rural. Estamos acostumbrados a no existir para los legisladores de los asuntos ajenos a la población no urbanita. Es decir, media España. Y cuando nos hartamos de pedir socorro, nos conceden algunas migajas del Presupuesto nacional para que nos callemos. No es así en las grandes ciudades adonde llegan “arreglos” para mitigar los desastres  catastróficos, u otras prebendas.

            Nuestra memoria se enreda en las emociones  de un paisaje  y una forma de vida.  Hace ya unas cuantas décadas que venimos denunciando la catástrofe del abandono político. En mi recuento de emociones relativas al entorno de mi pueblo, leo algunos retazos de un poema mío dedicado al río Najerilla: “Es mi cuna La Cueva donde asomas/ porque nací frente a tu ojo de enorme cuenca/ y tu bruja de cal y aire/ cubrió mis noches infantiles de leyendas. / Llevas en tus lomos de espuma blanca / a todos los que fuimos, somos o seremos/ hijos de tu tierra. / Y arrastras hasta el mar, sin detenerte/ el aluvión de mi vida/ y de mi suerte”.

            Guadalupe Fernández de la Cuesta