jueves. 18.04.2024

El Camino de Verónica, por Juan Largo Lagunas

Juan LargoHabía llegado, caminando a buen paso, hasta la bifurcación entre el camino que llevaba a la capital y el que llevaba al pueblo cercano.

 Estaba señalizado en los carteles de tráfico, y, sin embargo, según lo acordado por ella y sus padres en la casa del pueblo del cual procedía, todo le indicaba que debía seguir por el lado derecho, siempre a derechas la vida, como habían hecho todas las chicas del pueblo que se había ido antes que ella a la ciudad, a las ciudades, acaso al gran centro del país, donde, suponían todos, se daban las grandes oportunidades, y además de que ella, Verónica, llevaba la gran maleta y que, ahora, iba a dejar a su lado esperando el autobús que la transportaría. Esto era a las once de la mañana de aquel día de septiembre.

       Los vecinos, más que sus padres, le habían hablado del progreso y del desarrollo de la gran ciudad, y que allí cada uno o cada una podía hacer su vida porque nadie te conocía, y que, trabajando un poco, enseguida te comprabas un cochecito para ir lo lejos que quisieras, pudiendo venir aquí, al Pinar, cuando quisieras, aunque no fuera más que para enseñar la diferencia entre pino albar y pino negral al que pasara de paseo y no supiera nada del paisaje y de los arboles preferidos por los que habitaban el pueblo. Y lo bueno de la gran ciudad era que podías conocer a gente muy distinta y relacionarte con gente que salía en la televisión, con actores o con actrices o con cantantes y que el mundo allí se hacía amplio y prometedor. Todo esto y más le decía la gente a Verónica para que se atreviera a dar el salto con las Oposiciones que tenía que preparar, y que mejor Academia en la gran ciudad, no allí, en el pueblo, que daba pena pues no tenían ni teléfono.

   Ahora eran las once y cinco y el coche de línea estaba por llegar, el que iba en dirección a la pequeña ciudad punto de partida para la grande. Estuvo un rato con la cabeza gacha, como pensando, y de pronto se echó atrás la larga melena que tenía y dijo para sí:

  • ¡Que qué gran ciudad ni qué leches! ¡A mí no me gusta esa ciudad ni ninguna otra! ¡Prefiero lo que prefiero!... ¡No voy a ir a la Gran Ciudad!... ¡Ya sé lo que tengo que hacer!…

Y lo que hizo Verónica fue, quedarse quieta en el margen de la carretera y ver pasar el autobús, el cual hizo detener un par de minutos el conductor, como esperando a la chica. Y esta le hizo la seña de que no iba a subir, y Verónica se giró de lado y miró en el horizonte del otro camino y empezó a sonreír… Allá, en el fondo de aquel horizonte había algo, había un pueblo con el cual contaba ahora, porque en ese horizonte, en ese pueblo, en una de sus casas, vivía alguien con quien tenía que ver más que con la gente de Madrid. Estaba la persona que, cuando estaban desnudos en el río próximo, en el río principal de la provincia, en la Fiesta de San Juan, le acariciaba el vientre y los pechos y le besaba con ese beso dulce que solo sabe tener el amor… En ese pueblo podría vivir, en el camino de la izquierda.

                         Juan Largo Lagunas

  

El Camino de Verónica, por Juan Largo Lagunas