viernes. 26.04.2024

Ya está aquí el flautista de Hamelin de nuestros pueblos

MONUMENTO AL AFILADOR
MONUMENTO AL AFILADOR

Es curioso como el alma fotografía todos los instantes de la infancia. Fotografías con las que viajamos en tren de primera recorriendo territorios maravillosos y eternos que nos devuelven a tiempos felices escondidos en el tiempo. Uno de los que guardo con mayor cariño es el del afilador. Y es que en los ochenta, en los pequeños pueblecitos de pinares, muchos escuchábamos aquel sonido melódico y mágico que anunciaba la llegada del afilador. Éste se valía de un “pito” también llamado “chiflo” que era una pequeña “flauta de pan” hecha con cañas. En bicicleta o en motocicleta, el afilador recorría los pueblos entonando su enigmática melodía compuesta por graves y agudos que se combinaban hasta crear la melodía perfecta. Y así, en la parte trasera de sus monturas, transportaba un esmeril mecánico con una piedra de afilar que devolvía a la vida los filos romos de los viejos cuchillos. La leyenda nos cuenta que el origen el primer afilador está en el siglo XVII en la localidad gallega de Nogueira de Ramuin. Allí, un afilador ambulante, algunos dicen que inglés, otros que italiano o alemán, traía su rueda de afilar deteriorada y buscaba a un carpintero para que la reparara. El afilador encontró al carpintero en la población de Luintra. Era tan buen profesional que arregló los desperfectos de aquella herramienta y tomó medidas de aquel extraño artefacto para hacer una réplica en su taller. Por eso se conoce a Ourense como la “Terra de chispas” debido a los centelleos que salían de la rueda al afilar. En sus orígenes, el afilador empujaba con esfuerzo un carrito de madera que transportaba la roda de afiar. Una rueda de piedra o “Tarazona” que era acarreada por el propio afilador a sus espaldas o bien trasportada haciéndola rodar. En el carro, además de su sudor y de sus recuerdos, transportaba paraguas viejos, varillas, mangos, clavos, tachuelas y un recipiente con agua para poder afilar. Eran otros tiempos, en la que todo se guardaba como si fueran tesoros. Nada era prescindible porque todo se arreglaba, se remendaba o se remachaba. Sucedía con las sartenes, las tarteras o los pucheros que solían agujerearse por el exceso de uso. Y ahí estaba siempre el afilador, diestro en sus mañas, que tapaba el agujero dejando el utensilio lustroso y como nuevo. Los afiladores además afilaban cuchillos, navajas, tijeras y los paraguas desvencijados por el viento en los días de lluvia. Yo era muy pequeñín, pero recuerdo su mágica llegada a lomos de aquella bici vieja, pesada y oxidada. Era como Santa Claus repartiendo regalos. Un ser de otro planeta al que rodeaban las gentes para apaciguar su cansancio y su soledad. Cambiando su trabajo por unas bien merecidas pesetas que le permitieran seguir su camino errante sin llegar nunca a desfallecer.

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