En ese momento entra en el local el perdonavidas, el buscapleitos, el arreglador de juicios. Se acerca al pobre desdichado de la barra y muy envalentonado, le tira de los pelos y se le encara: A ver, tú, ¿por qué me miras tanto? ¿Es que tengo monos en la cara o qué? Tienes ganas de pelea… ¿eh?
Es un mal chiste que aproxima la realidad de algunos personajes embriagados de poderío, de razonamientos lógicos, de verdades indiscutibles, que disfrutan del placer del dominio sobre los demás y se sienten agredidos ante cualquier movimiento no controlado de sus vecinos, parientes o bienhechores porque, seguramente, han contravenido la ley y el orden contra su persona o sus propiedades. Son gentes atacadas por esa pasión del poder porque todo lo saben o lo intuyen o dicen que lo han observado con sus propios ojos. Son aquellos que están dispuestos a negar siempre lo que no comprenden o enjuician de manera dañosa e hiriente las opiniones disconformes con su criterio. Son los opositores permanentes a las ideas o actitudes ajenas: “si, pero…” “no hay nada que hacer…” Son individuos versados en leyes, en letras puras o mixtas -lo mismo da-, o en múltiples recursos tecnológicos. Son, en definitiva, unos pobres diablos que sufren el síndrome del Poder que es la más temible de todas las enfermedades del espíritu porque transfieren a la sociedad el virus de la incomprensión y la intolerancia. Nada puede ser más amargo. A lo mejor esta clase de seres humanos dominadores padecen alguna disfunción cerebral en el sistema límbico, ese conjunto de neuronas cerebrales estructuradas que intervienen en el control de las emociones y de la conducta, y no albergan la posibilidad de una curación que les permita gozar de una empatía compartida con los sentimientos ajenos.
Las palabras afables son una medicina para el alma porque aproximan los afectos en camino de ida y vuelta. Esa conversación, que fluye suave como el agua del río en su cauce, devuelve el equilibrio en la mente del que nada impone ni da falsedad a su discurso. Son las palabras solidarias, cordiales, sinceras, espontáneas, y entusiastas, las responsables del buen funcionamiento de nuestras emociones. No se adquieren en farmacia pero se encuentran fácilmente entre las relaciones personales. Se toman en pequeñas dosis para evitar la pesadez y se pueden acompañar de un lenguaje gestual, como un abrazo al amigo o un beso entrañable, sin ninguna otra contraindicación. Sólo hay un exceso recomendable en el mundo: el lenguaje de la gratitud. Los silencios destruyen la terapia del diálogo porque no se da valor a la amistad. Esta actitud empática es la ciencia de los hombres libres.
“Las amistades duran poco cuando uno de los amigos se siente superior a otro”. Balzac.
Guadalupe Fernández de La Cuesta, Neila, septiembre 2024.