Salgo del hospital indignado con lo que me ha pasado hoy con mi doctora. Tenía varias cosas que preguntarle sobre mi tratamiento, y he salido igual que entré, sin respuestas y encima, cabreado.
No estaba mi médica habitual, que es muy maja, y siempre tiene el detalle de apartarse la mascarilla para hablarme. Porque yo soy una persona sorda. Hace varios años sufrí una enfermedad y mi audición cayó en picado, hasta el punto de que hoy por hoy oigo muy poco. Cuando vi que cada vez iba a peor, decidí apuntarme a un curso de lengua de signos, y hoy por hoy me defiendo en una conversación sencilla.
Decidí acudir al hospital solo, como he hecho siempre. Ya digo que mi doctora, que ya me conoce, para contarme un poco, se baja la mascarilla, mantenemos la distancia y me explica cómo va todo. Yo siempre voy con una FFP2 para protegernos a ambos, mucho gel y distancia.
Pero hoy no estaba ella, me ha atendido una jovencita que no se ha molestado ni en levantarse de la silla ni para la exploración. Cuando le he dicho que no oía bien, tampoco ha hecho nada por hacerse entender. Yo he sacado mi móvil, y con la aplicación que me bajó mi hija, que transforma la voz en texto, he intentado seguir el hilo de lo poco que me explicaba, pero no había manera.
No la he entendido. Quería quitarme la medicación que mi otra doctora me tiene prescrita y ahí me he enfadado un poco. Al final, ni le he hecho las preguntas que tenía preparadas, pues he visto que no íbamos a llegar a entendernos.
He notado una terrible falta de empatía por su parte. En ocasiones, hay gente que me ha escrito cosas en un papel, o han cogido mi móvil para que la aplicación les detecte bien la voz… Pero hoy me he sentido idiota. Sí, idiota e impotente. Porque no he podido resolver mis dudas sobre mi enfermedad y ahora tengo que esperar un año hasta mi siguiente cita.
Voy a pasarme por la asociación de sordos para comentarlo, sé que ellos se mueven mucho en estos temas y ayudarán a que, por fin, las personas con discapacidad tengamos también un trato justo.
