Historias vividas
En medio de una primavera exuberante, extasiada en esta orografía de pinares envueltos en polen, rememoro tiempos lejanos no vividos por mí, pero sí analizados en los libros de historia.
En medio de una primavera exuberante, extasiada en esta orografía de pinares envueltos en polen, rememoro tiempos lejanos no vividos por mí, pero sí analizados en los libros de historia.
Hace unos días encendí la radio sin referencia de cadenas ni programas. Por distraer la mente. De pronto escuché una información casi surrealista. Era por la mañana en la Cadena SER. Hablaban de un pueblo de Soria, La Cuenca, a unos veinte kilómetros de la capital y con muy pocos habitantes.
Esta muy reciente el 23 de abril, “día del libro”. Soy una adicta insalvable a la lectura de libros en su formato de papel. Es mi imaginación proclive a recrear historias con cada elemento de mi existencia en el enclave paradisíaco de naturaleza de Neila, mi pueblo.
En esta primavera no viviremos las sensaciones del estallido de las flores en los prados, en los arbustos, en las retamas, en las aliagas… en un entorno idílico.
Se inicia la primavera en un contexto social ajeno al estallido de la vida en plantas y flores y en el verde tapizado de los montes.
En mi adicción por releer historias ya envejecidas, doy un repaso por aquellos poemas de autores ilustres que describen de forma sencilla los paisajes y los sentimientos del campo.
Tras nuestro nacimiento, hemos sustentado nuestra carga del vivir en unos pilares cimentados en las profundas e indelebles raíces de nuestra tierra.
Deseo rememorar el tema de la novela de Miguel Delibes, “La sombra del ciprés es alargada” donde abunda el pesimismo emocional con muchos alientos de esperanza. Y no es el tema de hoy proclive a las nefastas consecuencias de nuestra pandemia vírica, sino que abarca a otros conceptos inherentes a nuestro paisaje y a nuestra memoria.
Hoy, mis palabras se hilan con los sentimientos de añoranza de los años pasados, en un recorrido por entre las conductas y quehaceres de la tierra que me vio nacer.
Para iniciar el paso al nuevo día del Año Nuevo hemos batallado en Neila, mi pueblo, contra toda una suerte de adversidades dignas de contar.
Me cuenta una amiga sus andanzas por Madrid en este contexto de pandemia. Vive sola y las limitaciones de relaciones sociales, por causa del coronavirus, barren sus emociones positivas. Por ello, me dice, salgo de casa para ver exposiciones; entro por las tiendas a husmear; voy al cine; quedo con alguna amiga… Es que si me quedo en casa, voy a enfermar de la cabeza. Y eso es peor que el virus.
En esta etapa otoñal de pandemia hemos disfrutado de un paisaje sublime con todos sus matices dorados enmarcados en una orografía de ensueño.
En la escuela del vivir en los pueblos conocemos tareas nunca olvidadas y poco comprensibles para las siguientes generaciones.
En la orografía que me rodea están impresas las historias de mis antepasados que se han inoculado en mis genes como un aditivo más en mi desarrollo empírico y emocional.
Emulo con este título, al famoso filósofo francés del siglo XVII René Descartes y su famosa cita: “Pienso luego existo” donde acentúa el papel de la razón para conocer la realidad objetiva que nos circunda.
Entramos en el otoño, una etapa del año acorde con la arribada próxima al frío invernal. Se van tiñendo de amarillo algunos retazos en las ramas de los chopos, hayas, robles, encinas… como perlas de oro enmarcadas en el horizonte del “Alto pinar” de García Lorca.
Son los gestos una actitud indeleble en nuestra comunicación, y con muchos significados dentro de cada contexto social.
Las palabras se enredan en trayectorias inexpugnables cuando la vida discurre en un monótono deambular por los estrechos y oscuros caminos de la incertidumbre
Estoy escribiendo pasadas veinticuatro horas de mi deambular junto a las lagunas Negra y Larga de mi pueblo, Neila.